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¿Vino Tony hoy? Era la pregunta recurrente de los últimos meses con mi chica por mensajito de texto. Bueno, Tony ya no viene más. Si, acabamos de terminar de ver el último episodio de nuestra familia ítalo-americana favorita: Los Soprano. Lamento decir, por más que le pese a muchos freak-fans de Lost (en los cuales, obviamente, me incluyo), que la mejor serie de todos los tiempos (¿exagero?) ha terminado.
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Para el que mira sin mucho detenimiento la escena final le puede quedar un mal sabor de boca, pero le diría que pruebe de nuevo. Hay mucho más de lo que se ve en lo que se ve.
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Pero sin ahondarme en detalles y para no arruinarle nada a los pocos que no lo han visto aun (como mis amigos Sofi P. y Fede G.), quiero decir que pocas veces la pantalla pequeña nos ha dado tanto. No fue sólo las actuaciones completamente originales, el perfecto guión, o la gloriosa música; algo de la serie se nos quedó pegado, o se nos quedó dentro, mejor. Algo que tiene que ver con como la gente es.
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¿Cómo es la gente? Sacale la sangre, los robos, las constantes mentiras. Sacale la mafia. La gente es gente. Y actúa como actúa. Como actuas vos y como actúo yo. Encontrar eso es mucho más que encontrar una aguja en un pajar... son doce.
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Sin parafernalia, sin nada traído de los pelos en lo narrativo, con naturalidad. Buscando el curso natural de las cosas, la sorpresa y altura de lo simple, de lo normal, de lo que pasa. Eso es el final de Los Soprano, la saga mafiosa de New Jersey de la cual seguiremos hablando por largo rato.
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No quedará otra que ahorrar y comprarse toda esta serie y volverla a ver. Ahora sin sorpresa quizás, pero sabiendo que rara vez volveremos a ver algo así.
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¡Hasta la próxima, wiseguys!
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